El día pasó lento, muy lento. Al fin y al cabo iba a ser su último día, si el destino no le echaba una mano y demostraba lo contrario. Tenía hambre y sed, estaba cansado y dolorido. Se sentía con pocas fuerzas para más. Y Sara había vuelto a perder su sonrisa. De hecho, desde hacía horas apenas se movía. Lucio permanecía en su aparente estado de permanente meditación. El silencio gobernaba la habitación, secundado por el ruido intermitente de la lluvia cayendo sobre el tejado. Entraba poca luz por la pequeña ventana, lo que hacía el ambiente más triste, si es que era posible.
De repente, se oyeron voces en el exterior y, poco después, la puerta se abría. De nuevo, como el día anterior, entro el hombre pelirrojo, seguido del hombre de aspecto árabe que se quedó en la puerta. El primero traía un cubo lleno de agua, que dejo al lado de Lucio.
- Esto es para que no os murais de sed antes de lo debido. ¿Qué tal andas, putita? Que pena que no me dejen tocarte todavía - Una risa cruel, de esas que acostumbran a vestir los típicos malos de las películas, aparecía en su rostro, mientras miraba al árabe.
- En esta vida, o en otra, te ensartaré con un palo bien grande... - Lucio había roto su silencio
- Pensaba matarte sin dolor, eres ya viejo y no disfrutaría viéndote sufrir, pero pensándolo mejor haré lo mismo contigo que con el chico. Cogeré un cuchillo afilado y te haré cortes, cortes pequeños, hasta que termines desangrándote en una lenta agonía... Porque eso es lo que te va a pasar, chaval... - Ahora dirigía la misma mirada de desprecio a un Marco asustado y callado, semi oculto entre las sombras.
El árabe seguía en la puerta, su rostro impasible, sin mostrar una sonrisa, ni ningún otro gesto. Su presencia imponía, aunque todavía no había dicho una palabra.
- Vámonos - Fue lo único que dijo en un español con fuerte acento del norte de África.
El otro hombre le miró, y antes de salir pegó una patada al cubo, derramando todo el agua por el suelo.
- Ahora bebed como los cerdos.- Y cerró la puerta.
- Hijo de puta!!! - Era Sara la que gritaba
- Déjale, la vida me ha enseñado que todo el mundo tiene lo que se merece... y él no va a ser menos. - Lucio tampoco podía ocultar la rabia en sus ojos profundos. Y Marco seguía sin decir una palabra.
El agua les mojaba los pies, y empezaba a sentir mucho frío. La tarde ya caía, estuvieran donde estuvieran, y poco a poco, el final de una historia llegaba. Lo malo es que la historia era su vida.
Así pasaron las horas, de nuevo en silencio, en una habitación mojada donde la luz apenas si se dejaba ver. Entonces, sin saber cuando tiempo había pasado de aquel día, la habitación se sumió en la más absoluta oscuridad.
Y la puerta se abrió otra vez. Ahora eran cuatro hombres, pero no pudieron ver sus rostros. Todos iban encapuchados, con trajes de monje y con antorchas en sus manos. El fuego le daba a la habitación un aspecto siniestro, como la situación que vivían. Les cogieron a los tres, y les quitaron los zapatos y zapatillas que llevaban. Luego, uno de los encapuchados sacó un cuchillo y se acercó a Marco. Éste no pudo evitar que el hombre lo agarrase. Al menos se sintió aliviado cuando lo que hizo fue rasgar su sudadera y su camiseta. Por todas partes, hasta que parecían trapos sucios. Luego el hombre se acercó a Sara, y la sujetó. Sara gritaba, pero el monje la calló de una fuerte bofetada. Entonces le rasgó también su camiseta, entre los sollozos de la chica. Un sujetador negro quedaba al descubierto entre la camiseta rota. Y después el hombre hizo los mismo con las ropas de Lucio, aunque este no opuso ninguna resistencia. Luego les hicieron ponerse de pie y caminar delante de cada uno de los encapuchados, mientras el cuarto abría la comitiva. Salieron de la habitación. Estaban en el segundo piso de una vieja casa de piedra. Bajaron las escaleras despacio. Parecían tres mendigos secundados por cuatro inquisidores. Salieron a la calle. Llovía. Y nada más salir los pies desnudos se les llenaron de barro. Se veían casas no muy lejos, debían de estar a las afueras de un pueblo. El camino se adentraba en un espeso bosque. Sin que se oyese una palabra, la comitiva cruzó los primeros árboles bajo la lluvia. El bosque se mostraba misterioro y aterrador con la luz de las antorchas. Marco se sentía cada vez más desgraciado, y tenía mucho frío. Sentía el barro subir por sus piernas, la camiseta caer por su pecho, que le escocía, pues el cuchillo había rozado la piel. Sara lloraba en silencio, aunque ya casi no le quedasen lágrimas, sentía la lluvia caer por su espalda casi desnuda, y por un momento cerró los ojos mientras andaba, para ver si los abría en otro lugar, muy lejos de allí. Lucio se movía con torpeza entre el barro, pero con la cabeza alta.
Fueron adentrándose en el bosque y empezaron a ver luces a lo lejos. Luces de antorchas, de más antorchas. Llegaron a un claro en el bosque, un claro digno de las mejores películas de terror. Formando un círculo, unos quince o veinte encapuchados portaban antorchas. Y en el centro se alzaba una piedra grande y plana, rodeada por otras cuatro grandes antorchas clavadas al suelo, y con un madero vertical en el centro. Encima de la piedra, se alzaba otro hombre. También vestía hábito, pero a diferencia del resto tenía la cabeza al descubierto. Era el árabe, y tenía abierto un gran libro entre sus manos. Sujeta a su cintura por un cinturón, colgaba una gran daga que relucía en la oscuridad.
Acercaron a los tres a la piedra, mientras el círculo se abría para dejarles paso. La lluvia caía cada vez con más fuerza. Marco apenas tenía fuerzas para resistirse cuando los cuatros hombres le ataron con fuerza al madero. A Lucio le ataron a una piedra, mirando hacía el gran altar central donde estaba Marco. A Sara la ataron a la misma gran piedra, al lado de su amigo, pero tumbada. La lluvia le caía por la cara, le empapaba lo poco que quedaba de su camiseta, y le limpiaba el barro de los pies. El pelo revuelto le tapaba la cara, y mirando a un Marco acabado, atado, derrotado, dejó por un momento de llorar.
Entonces el hombre habló. Pero esta vez no fue en castellano, ni en ningún otro idioma conocido. Esta vez volvieron los siseos que habían escuchado cuando el hombre entró por primera vez en la habitación de piedra donde les habían tenido encerrados.
- Marco, tradúceme lo que dice, quiero saberlo!!! tú lo puedes entender...
El hombre la miró con una mirada profunda que la asustó, pero volvía a girar la cabeza y siguió hablando al resto de los encapuchados.
- Hoy... el día del cometa... la sangre de un hombre... volverá a despertar a aquellos... que nunca debieron dormir... y por nuestra labor... seremos recompensados... cuando ellos... vuelvan a gobernar en Gaia. - Marco traducía con voz cansada y débil, pero sin dejar de mirar a la chica que se encontraba tumbada a sus pies. - El ritual durará hasta que toda la sangre... sea vertida a la tierra... Ya sabéis cual es... vuestra recompensa... de hoy... la chica será vuestra... disfrutad de ella... pero el premio será mayor cuando... todos Ellos hayan despertado.... El anciano será testigo del sacrificio... y luego... le enviaremos con sus otros compañeros... al infierno... La noche del cometa ha llegado.
Entonces se oyeron aplausos y vítores de todos los encapuchados, risas malvadas, y otras risas sin sentimiento alguno. Y de nuevo se hizo el silencio, y todos colocaron sus antorchas en el suelo, de forma vertical, manteniéndolas encendidas.
El árabe sacó la larga daga de su cinturón, y Marco pudo ver como brillaban el oro y las perlas en su empuñadura. Entonces, el hombre poso la punta de la daga en el brazo de Marco y apretó.
Sintió un dolor profundo y agudo en su brazo. "Esto ya es el final... todo se acabó" se esforzaba en pensar en algo que le aliviase. Y la sangre empezó a resbalar por su cuerpo.
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A veces me entero de que esta historia la lee gente que, por una razón u otra, no esperaba que me encontraran aquí. Y es un honor para mí que la lean. Por eso, esta va dedicada a la
Srta. Berta