16 julio, 2006

El laberinto de las entrañas de la Tierra - IV

Su reloj marcaba las 10 y cuarto de la mañana, y nadie contestaba a la puerta. Jean empezaba a impacientarse. La charla de su mujer no había conseguido que se quitara el asunto de las desapariciones de la cabeza. A veces le gustaba sentirse un Sherlock Holmes moderno, pero sabía que nunca llegaría a su sexto sentido para la deducción, y ya empezaba a hacerse viejo. Aunque en realidad nunca le había gustado el caracter de la famosa creación de Sir. Arthur Conan Doyle. Apretó otra vez el timbre, esperando no encontrar respuesta, y ya cuando se decidía a descender de nuevo las escaleras, la puerta se abrió con timidez. La cabeza de Laura Ferrán asomó por la puerta envuelta en una toalla.
- Buenos días - dijo la joven, un poco sonrojada - Perdone, no me había dado tiempo a sacarme el pelo, y no oía el timbre con el ruido del secador. Pase, por favor.
Jean entró al pequeño apartamento. Pequeño, pero acogedor, sobriamente decorado, pero con mucho gusto. Sólo esperaba que aquella estudiante de periodismo le pudiese dar alguna pista sobre el paradero de su amiga.
- Siéntese. ¿Le importa esperar mientras me seco el pelo? Le serviré un café.
- Yo esperaba llevarte a una cafetería, no quiero invadir tu intimidad.
- No se preocupe, aquí hablaremos más tranquilos.
Jean apuraba un mal café mientras esperaba a la chica, cuando al final apareció, mostrando un bonito pelo rubio con mechas rojas. La cara de la chica, en la que antes apenas se había fijado, aparecía cansada, como con unos cuantos años de más.
- No creo que Danielle se hubiese escapado sin avisarme, dejando el trabajo tirado y todo eso. Bueno, quizás si lo hubiese hecho... pero nunca hubiero dejado solo a Mr. Cooper.
- ¿Mr. Cooper?
- Su gato. Lo adora. Danielle podría dejar el trabajo, su piso, a un novio o incluso a su mejor amiga, pero nunca a su gato.
- Entiendo... - A Jean siempre le sorprendían todas aquellas personas que tenían tan estrechas relaciones con sus animales de compañía, hasta el punto de considerarlos como uno más de la familia. Y esas personas solían ganar puntos en su ranking personal. - ¿Y sabes de alguien que pudiese querer algo de ella? Algún novio, ligue... no sé, cualquier cosa.
- No, no creo que nadie quisiera hacerla daño. Danielle no ha tenido novios estables, sí algún rollo de un par de fines de semana, pero ella se cuida mucho de juntarse con buena gente, créeme. De todas formas no descarto nada... estoy muy preocupada.
- Lo entiendo.
- ¿No tiene ninguna pista sobre su paradero?
- No, pero espero que tú me puedas ayudar. Quiero ir al gimnasio donde trabajaba y al resto de sitios que solía frecuentar, a ver si saco algo en claro. ¿Te importaría acompañarme?
- De acuerdo, ¿mañana?
- Sí, mañana a esta hora vendré a buscarte en mi coche.
Después de agredecerle el tiempo prestado y despedirse convenientemente hasta la mañana siguiente, Jean se unió al caótico tráfico de Paris para dirigirse de nuevo a la comisaria. No había sacado mucho en claro de la entrevista, pero el hecho de que Laura Ferrán conociese los ambientes por los que se movía la chica quizás ayudaría a la investigación. Mientras conducía, el inspector se detuvo a mirar un momento la foto de Danielle Lacroi que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Aquellos ojos verdes le pedían que la encontrara. Y lo haría, no le gustaba dejar los trabajos a medias, y sentía una extraña complicidad con aquella chica que adoraba a su gato. Aparcó cerca de la oficina. Tenía que investigar el resto de desapariciones que se acumulaban en los casos pendientes. Dedicaría a ello el resto de la mañana y toda la tarde, procurando no llegar demasiado tarde esta vez a la cena.
Nada más sentarse en su mesa, llena de informes y papeles, sonó el móvil. La voz de su mujer apareció al otro lado.
- Jean...
- Dime, cariño
- La voy a matar, Jean, la voy a matar, otra vez no ha ido al instituto. Y la han pillado fumando porros.
- ¿A Claudia?
- Sí, ya no se que coño hacer... la he encerrado en su habitación. Tienes que venir a hablar con ella y dejarle las cosas claras.
- Ahora no puedo, estoy trabajando. Que se quede en su habitación, y dile que tendremos una conversación esta noche, y seria.
- Esta chica me va a volver loca... Hasta luego
- Un beso, hasta esta noche.
El inspector ya no sabía que iba a hacer para que su hija asentara la cabeza. Era una chica tremendamente inteligente, muy guapa y con un gran don para tratar con la gente. Y le preocupaba que estuviera siempre en la calle, cuando si se dedicaba a estudiar seguro que podría ser una gran científica, o médico. Hizo un esfuerzo para conseguir pensar en los casos que se acumulaban encima de la mesa. Se organizó el resto del día para hablar con posibles testigos o compañeros de los desaparecidos. Así, esa tarde iría al cuartel de bomberos, y aprovecharía después para ir al restaraurante griego cercano a St. Séverin donde trabajaba otro de los desaparecidos. El resto los dejaría para el día siguiente.
Los posos del tercer café de la mañana le hicieron temer unos días difíciles, mientras miraba las fotos de las dos chicas que más le preocupan en aquel momento: la preciosa foto de su hija Claudia que descansaba sobre su mesa y la de la cautivadora Danielle, que asomaba por el bolsillo de su chaqueta.

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