24 julio, 2006

El laberinto de las entrañas de la Tierra - VI

Según se podía leer en un polvoriento tomo de la biblioteca, Gerard había sido un noble franco, que vivó a comienzos del siglo XV. No se sabía demasiado sobre él, salvo que sus tierras se extendían por una pequeña colina del norte de Francia y que se había convertido en un estudioso de los pueblos escandinavos, tras casarse con una joven esclava del norte de la actual Noruega, llamada Iridia. Tras la muerte de su esposa, el noble había viajado por aquella tierras del norte de Europa y había estudiado y aprendido su lengua, sus conocimientos y su mitología.

Después de 20 horas encerrada en la biblioteca, Isabel Vega por fin pudo esbozar una sonrisa. En un libro de historia de una estantería casi olvidada había encontrado aquellas palabras sobre Gerard. Por un momento quiso sentirse aquella esclava adolescente que enamoró a un noble, hasta el punto de impregnarle de toda su cultura. A veces le gustaba quedarse sola y poder viajar con su mente a tierras lejanas, imaginar que era una diosa azteca, o una guerrera vikinga. Y en el silencio de aquella biblioteca de Madrid podía pensar en cualquier cosa sin que nadie la interrupiera.

La limpiadora pasó a su lado y la sacó de su ensimismamiento. Eran las 6 y media de la mañana y aún no había dormido. Al menos era domingo y no tenía que trabajar hasta el día siguiente. Recogió sus hojas, cogió su walkman y salió a contemplar el amanecer que se colaba entre los edificios. La voz de Julieta Venegas sonaba por los auriculares, mientras Isabel descendía la escalera del metro. Se encontró a un mendigo pidiendo algo de dinero, y le echó tres monedas, que él le agradeció con un tímido amago de sonrisa. Siempre se preguntaba que había hecho aquella gente para estar en la calle, cuales eran sus pensamientos, y si tenían alguna esperanza. Ella siempre había vivido en un mundo humilde, y luchaba cada día por hacer un poco más feliz a su madre, y por poder ella misma disfrutar de su vida.

Llegó a casa y se tumbó en el viejo sofá del salón. Sacó papel de fumar y un pequeño sobre con marihuana. Le quedaba por saber quien era Olaf, pero eso lo descubriría otro día, estaba muy cansada y sólo quería soñar y tener unas horas más de vacaciones. El hecho de que el noble Gerard hubiera contactado con el pueblo escandinavo hacía pensar que Olaf podía tener algo que ver con él. Encendió el porro, se quitó la ropa y se tapó con una vieja manta, que un peruano le había regalado hacía dos años, cuando Isabel había ayudado a su mujer a dar a luz en plena calle. Con el recuerdo de aquel día, Isabel se durmió profundamente.

- Te he dicho que no fumes esto... - Susurraba su madre sin despertarla, mientras cogía el porro, que descansaba sobre la mesa. Después fue a la cocina y bebió un vaso de zumo de piña. Hubo un tiempo en el que había sido feliz. Le quedaba media vida por delante, pero no se perdonaba demasiadas cosas. Por lo menos, con el tiempo, había hecho amigos en Madrid, y cuidaba de su hija lo mejor que podía. - Ójala tuvieras un padre...

Y entre susurrusos tapó bien a Isabel con la manta y se puso a limpiar la casa mientras tarareaba un viejo corrido de su pueblo.

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Jean Gonzalez había quedado con Nadia en un viejo bar de barrio. En la joven, rumana de nacimiento, destacaba una larga melena de rubio teñido y unos ojos verdes penetrantes. Por lo demás era una chica normal, de 24 años, que trabajaba limpiando unas oficinas del centro. Nadia sabía defenderse en francés, pero le costaban algunas expresiones, y su acento la identificaba al momento como ciudadana del este.

La conversación no era del todo cómoda. Nadia estaba nerviosa, y junto su timidez tenía una cierta desconfianza a colaborar. Pero pronto el inspector de policía logró convencerla de que sólo necesitaba su ayuda.

- ¿Entonces conoces a Vasili?
- Sí
- ¿Qué relación tenéis?
- Somos... amigos...
- ¿Algo más?
- A veces. ¿Qué es lo que ha hecho?
- Lleva tiempo desaparecido.
- Disulpe, pero eso ya lo sé... Con una zorra francesa.
- ¿Cómo dices?
- Que se fue con una francesa alta y rubia, de esas que parecen que se creen modelos... Lleva días sin llamarme. Yo he pasado de ir a buscarle. Que haga lo que quiera con esa...
- Lleva días sin llamarte, sin ir al trabajo y a su casa, Nadia, un compañero denunció su desaparición. ¿Viste cuando se fue con ella? ¿Conoces a esa chica?
- Claro que la ví, les pillé cuando Vasili iba a verme a mi casa. Se metió con esa puta en un coche negro. Nunca había visto a esa mujer, pero Vasili es un tío con muchas amigas... ya me entiende.
- ¿Un coche negro? - Jean no podía creer lo que oía - ¿Sabrías decirme que modelo?
- Era un Alfa Romeo.
- Ese dato nos va a aportar mucho a nuestra investigación, te felicito. ¿Viste algo más?
- No mucho, era ya de noche y tenía un buen cabreo, como para fijarme en algo...
- Perdona que te haga tantas preguntas ¿Te suena el nombre de Danielle Lacroi?
- No, de nada.

Se hizo un silencio incómodo. Jean se había quedado sin preguntas, y en ese momento pensaba en más conexiones posibles de las desapariciones. Al menos lo del coche era una pista clave.

- ¿Cree que le ha podido pasar algo, inspector?
- Si te soy sincero, no lo sé...
- Encuéntrenlo, le cruzaré la cara, pero me alegraré de verle.
- No quiero ser indiscreto... pero si me permites una pregunta... - Nadia le miró con cara de interés, con sus ojos fijos en los del inspector, mientras movía ligeramente su melena y se acercaba a los labios un zumo de naranja con no demasiado buen aspecto.
- Diga
- ¿Sientes algo por él?
- Sí - Nadia enrojeció y entorno los ojos, con expresión de tristeza. De esa tristeza que nada cura, que sólo puedes acostumbrarte a vivir con ella.
- Entonces tengo una razón más para encontrarle.

Minutos después ambos se despedían y Jean se dirigía de nuevo a la comisaría. Pidió a uno de los agentes un listado de todos los Alfa Romeo matriculados en Paris.

- Jean, hay muchos Alfa Romeo matriculados en Paris, ¿buscas alguno en particular? Te costará encontrarlo...
- Por algo se empieza.

Ese día volvió pronto a casa. Todavía le quedaba mucho que investigar, y había trabajado duro. Por lo menos no habían aparecido más casos que investigar, cinco desapariciones parecían más que suficientes.

Se sentó a la mesa para cenar con su mujer y su hijo Jacques. Claudia llego veinte minutos tarde, cuando ya su madre empezaba a impacientarse.

- ¿Se puede saber donde has estado?
- Estaba con Rachel, una amiga. Me ha traido en moto...
- Ya sabes que tienes que estar puntual, no te lo voy a decir más veces. Y deberías ponerte faldas más largas...
- Yo sabré lo que me tengo que poner, mamá.
- Siéntate de una vez a cenar y ya hablaremos tú y yo un día sobre los hombres.

Jean seguía la conversación sin decir una palabra, madre e hija se las bastaban solas para estropear una buena cena.

Una hora después, Jean aparcó cerca de la Torre Eiffel y, con la única compañía de un libro, se sentó en el césped de los campos de Marte. "A veces viene bien salir a despejarse" pensó, mientras pasaba la primera página de Estudio en Escarlata.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

hasta en vacaciones me tienes enganchado cont tus folletines literarios!!

Chu Zing dijo...

¿Qué hace usted por aquí? Si te lees mis historias ahora ¿que vas a hacer cuando vuelvas al trabajo?

Esperamos ansiosos tu vuelta, que los cafés están un poco faltos de personal...

Saludos!

Anónimo dijo...

Bonito coche el de la sospechosa, sí señor