Sobre una pequeña mesa de madera vieja, situada en el centro del pequeño salón del apartamento, descansaba medio llena una botella de José Cuervo. Isabel Vega apuraba su enésimo chupito mientras un nuevo corrido sonaba por el destartalado cassette de su madre. Ella estaba ya mareada, pero su madre seguía bebiendo sin parar, quizás intentando volver a la tierra que le vió nacer, y que la abandonó tiempo después. Había sido un buen día para celebrar su 18 cumpleaños. Hacía mucho que no tenía unas vacaciones, y hacia mucho que no veía el mar. Habían estado cenando sardinas y cazón en el Tintero, junto a la playa del Palo, y ahora el mar de Málaga se tornaba más bello si cabe bajo la luz de la luna. El apartamento no era gran cosa, pero a través de sus ventanas se veían las olas, que era todo lo que ella quería.
- Amor, tengo algo para tí
- ¿Sí, mamita? - Creía que estaba empezando a ponerse borracha, y aunque tenía una gran complicidad con su madre, le resultaba algo incómodo.
- No he podido comprarte un buen regalo, lo siento hijita, pero tengo algo que te pertenece desde que naciste...
- ¿Eh?
- Tu padre me dió esto para tí. Supongo que fue lo único bueno que hizo desde que nos casamos. Pero eso es otra historia. Toma - Y de una bolsa que reposaba al lado del sillón sacó un pequeño libro, viejo, amarillento. - Es un recuerdo de familia. Tu papá me contó que había pasado por todas las generaciones de la familia desde hace muchos, muchos años. Yo no lo he leído. Espero que te guste, y que algún día se lo puedas dar a tus hijos.
- ¡Gracias mamá! Me gusta - Y espontáneamente, la abrazo
Dos horas después seguía sentada en el pequeño sofá, mientras su madre ya dormía, leyendo las páginas del extraño libro que había llegado a sus manos. Más allá de la historia, que contaba un aventura sobre una joven que se adentraba en un laberinto, en el que encontraba cosas maravillosas y terribles peligros, lo que le sorprendió fue que casi todas las páginas tenían anotaciones. La primera la firmaba Raúl Vega. Isabel casi lloraba cuando descubrió que hace casi 400 años un lejano antepasado escribía una líneas a su chica cuando regresaba de un peligroso viaje a las Ámericas. Después de todo, ella tenía un pasado. Cada página contenía un mensaje misterioso o conmovedor. Pedro, Rodrigo, Lucas o Marcos, todos antepasados suyos, hablaban sobre castillos, sobre la muerte, sobre vikingos, sobre caballeros... y ella no entendía nada, pero estaba conmovida, a pesar de que siempre se había considerado un chica fuerte. Aparentemente las anotaciones nada tenían que ver con la historia del libro, y eso hacía todo aún más interesante.
Terminó el libro, sin parar, a las 5 de la mañana, y terminó también la botella de tequila. Se sentía triste y eufórica al mismo tiempo. Cerró el libro lentamente y lo dejó sobre la mesa. Tambaleándose fue hasta el baño y vomitó. Luego, despacio, para que su madre no se despertase, salió a la calle. Le quedaban unas pocas horas de su cumpleaños, y sólo un par de días de sus vacaciones, antes de tener que volver a la montonía del supermercado de Madrid. Se acercó a la playa, se sentó en la arena y observó las pocas estrellas que la luz de las farolas del paseo marítimo le permitían ver. Siempre le habían cuativado las estrellas, y sobre toda la luna llena, cuando, en las noche nubladas de otoño, aparece tenebrosa entre un manto de nubes. La ciudad dormía tranquila y se podía escucha el ruido de las olas al romper en la orilla. El mar estaba en calma, como durmiendo después de un día duro de trabajo. Lentamente, Isabel se quitó la camiseta y los vaqueros, y se acercó a la orilla. El agua estaba fría aquella madrugada de Septiembre, pero no hay nada que no caliente un buen tequila. Comenzó a nadar mientras imaginaba que era aquella chica del medievo que avanzaba por los rincones de un oscuro laberinto.