Estoy sentado sobre las tablas de madera del muelle y apenas si se oye la brisa. El calor es casi sofocante, extraño por estos lares, y mis ropas delgadas de lino son incluso demasiado para tanto sol mezclado con la humedad de un mar en calma. En el castillo todo está tranquilo. Los barcos descansan, con sus marineros sentados arreglando aparejos y armas.
Llevando una cesta con pan y salmón, una chiquilla pelirroja me guiña un ojo. Yo le devuelvo el saludo quitándome el sombrero. Se ruboriza y sigue su camino. Cuando vine por esta tierras sabía que iba a encontrar los más feroces guerreros, pero también las más bellas de las mujeres.
Cojo un poco de pan y de queso de mi bolsa, lo como tranquilo, que será toda mi ración de hoy. Mañana se izaran las velas y partiré, como un vikingo más, a buscar un nuevo mundo. Como el hijo ibérico adoptado por escandinavia para ampliar su extensa saga de valientes exploradores y marinos. Miro al reloj del muelle, que marca la hora del que nunca sabrás si será tu último viaje...
Os prometí unas fotos, y con ellas va mi pequeño homenaje a las lejanas tierras de los vikingos...