07 octubre, 2006

El laberinto de las entrañas de la Tierra - VIII

Las investigaciones del inspector de policía Jean Gonzalez no habían avanzado demasiado. Había vuelto a quedar para hablar con la rumana Nadia, con Laura Ferrán, la amiga de la desaparecida profesora de gimnasa, y con otros amigos de los cinco desaparecidos. Pero sin sacar mucho más en claro. Todos los secuestrados (porque el secuestro parecía ya una opción más que probable) eran bastante reservados en cuanto a su vida privada, no tenía demasiados amigos, y no tenían familia cercana. De hecho, como el primer informe de la investigación revelaba, todos eran huérfanos. Ese era un dato que a Jean le desconcertaba. Todas las pistas de las que disponía trataban de un Alfa Romeo negro, que abundaban en París, de un hombre sin descripción alguna, salvo que parecía joven y fuerte, y de una rubia francesa, que obviamente también abundaban en la capital gala. Llevaba unos días sin saber que hacer, sin saber que camino seguir. Además, el ambiente en su casa no era el mejor para concentrarse. Su esposa había perdido toda delicadeza con su hija Claudia, y le reprochaba cada una de sus salidas. Ésta, por su parte, parecía haberse olvidado del instituto, y pasaba horas escuchando música en su habitación cuando debería estar estudiando para los primeros exámenes del trimestre. París ya se había adentrado en el otoño y hacía una semana que no dejaba de llover. Le gustaba la lluvia, sobre todo ese ligero calabobos que te refresca cuando sales a hacer un poco de ejercicio. Había aprovechado las últimas noches para darse una carrera bajo la lluvia y despejarse. Fue cuando empezó a pensar que de verdad se estaba haciendo viejo. Ya no era el jóven policía atlético dispuesto a comerse el mundo. Ahora tenía experiencia, y un pesimismo sobre la condición humana cada vez más presente, dejando a un lado su habitual optimismo inteligente. Se sentía como el agente Bevilacqua cuando está perdido en sus investigaciones, sólo que el ni siquiera tenía a la fiel agente Chamorro a su lado. La oficina de policía de la ciudad estaba demasiado colapsada de casos como para que le pudiesen asignar muchos ayudantes. Era sólo en esos momentos de cansancio y hastío cuando, todavía sentado en su coche en el parking de la policía, y viendo caer la lluvia, echaba mano del bolsillo de la chaqueta, para ver los ojos de Danielle Lacroi suplicándole ayuda.
Sentado en su escritorio, con un café largo de máquina poco apetecible en sus manos, el inspector revisaba la lista de Alfa Romeo matriculados en París. De allí era imposible sacar nada en claro. Se detuvo a pensar en los supuestos secuestradores. Era difícil que aquella mujer rubia, que según la rumana Nadia tenía aspecto de modelo, hubiese secuestrado por la fuerza al griego Vasili, del que sabía que era fuerte como los atletas de los juegos olímpicos de la Antigüedad. Jean tenía la sensación de que, si se confirmaba lo del secuestro, habría sido de una forma un poco sútil. La fama de seductor que tenía el griego le hacía pensar que quizás habría seducido a la rubia, o viceversa. Aunque eso era mucho suponer... En cuanto al hombre que se encontraba con Danielle podía haber varias hipótesis, desde que le amanazara con algún arma, le engañase con alguna historia, o también hubiese sido un ligue. En cualquier caso, tener dos secuestradores con el mismo coche parecía indicar unos secuestros más o menos organizados y, al menos, por más de una persona. Esto descartaba a un posible trastornado, violador, asesino o ladrón. Dos sospechosos de distinto sexo llevaban la investigación a otros terrenos. Y Jean no sabía si aquello era bueno... Esto parecía algo en manos de profesionales o, por lo menos, no muy aficcionados. Y no es bueno tratar con profesionales cuando te puedes estar jugando la vida.
Jean estuvo toda la mañana hablando con los expertos en crimen organizado de su oficina. Estuvieron revisando bandas conocidas y otros sucesos.
- ¿Crees que ha podido ser alguna de estas bandas del crimen? - Preguntó Jean a un joven pero experto policía, que estaba acostumbrado a tratar con mafias y bandas a gran escala.
- Lo veo difícil, esta gente no tenía nada. No eran ricos, no tenían familia a la que extorsionar. Ni siquiera tenían ningún contacto conocido con la ilegalidad. Ya me entiendes, algo de drogas, prostitución, no sé...
- Ya, entiendo. De todas formas no he investigado muy a fondo si los desaparecidos tenían algún antecedente de este tipo. Ya sabes, en esta trabajo no hay que confiar en nadie. Cualquiera puede ser un camello, o un chulo de putas.
- Ya sabes, Jean, aquí tú eres el experto. Seguro que darás con algo... ¿Qué tal va tu familia?
- Ahí estamos, sobreviviendo. Y... ¿Como se llamaba tú novia?
- Kattie. Bueno, bien, ahora está otra vez en Birmingham. La echo de menos, ya sabes...
- Sobre todo por las noches, ¿no?
- Imagínate...
- Pues nada, gracias por la ayuda. Seguiré dándote el coñazo con este asunto.
- Descuida, no hay problema. Me gusta mi trabajo.
- Ya dejará de gustarte...
A Jean le gustaba hacer las cosas bien, y eso implicaba estar pendiente de muchas cosas. Por eso se compenetraba bien con aquellos compañeros que trabajan duro cada día, aunque no estuviesen del todo convencidos de si estaban haciendo lo correcto. No le gustaban las vagos, ni los que vivían de una moral demasiado volátil, o lo que es lo mismo, de los sobornos. Que también los había. En cualquier caso aquello no era la policía de Los Ángeles, y el trabajo se desarrollaba más o menos con normalidad.
Aquel día decidió no hacer horas extra y volver pronto a casa. Tendría tiempo de leer un rato, o incluso de hacer la cena. Cogió su Megane y recorrió las calles de París, encharcadas por una lluvia incesante. Había oído decir que París era la ciudad más bonita de Europa. También la llamaban la ciudad del amor. A él cada vez le parecía más que allí no había ni belleza ni amor. A veces uno tiende a destetar la ciudad en la que vive. Sobre todo cuando conoce sus más sucios rincones. Pensó en que el próximo verano iría de vacaciones el extranjero. Quizás a Praga, o Madrid.
Ya estaba llegando a su casa. Llovía a cántaros y apenas se veía lo que había en las aceras. Según se acercaba vió dos figuras en la puerta de su pequeño chalet. Entonces, su corazón se paró. Su hija Claudia estaba entrando en un coche negro, acompañada por una mujer alta, que se cubría con un paraguas negro. A pesar de la intensa lluvia pudo fijarse en la mujer de cabellos rubios que, cerrando el paraguas, entraba con su hija en un Alfa Romeo.
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Por cierto, gracias José por la inspiración con el coche, sabes que me gusta. :-)

2 comentarios:

kykoche dijo...

jajaja
Alfa Romeo negro, salir a correr por la noche, café largo de máquina, optimismo inteligente... GRANDE!

pd: no hay nada como no tener tiempo libre como para aprovecharlo bien, no?

Anónimo dijo...

Gracias a ti por haber regresado al laberinto.
Si necesitas un paseo para inspirarte, ya sabes.