Hace tiempo, cuando aún era más chaval que ahora, un amigo, o conocido, de mi padre me preguntó, en su presencia, si me sentía más alcarreño o motrileño... Hombre, ante esa pregunta la respuesta era fácil. Desde que nací un día de Mayo en un hospital de la capital de La Campiña (parece ser que Wad Al Ayara capital no está en La Alcarria...), casi toda mi vida ha transcurrido allí. Allí se ha forjado mi carácter, mis amigos , mis ligues, mi sueños, mis éxitos y mis fracasos. Adoro el paisaje de las alcarrias - esas pequeñas mesetas que dan nombre a la comarca -, los pueblos pequeños, y acogedores, los embalses, los ríos, y los picos, la eterna tranquilidad de La Puerta, o incluso el incomprensible desorden urbanístico y estético de una capital que, últimamente, empieza a apostar un poco por la cultura. Me pierde el cabrito y, sobre todo, el cochinillo, degusto miel con la leche siempre que puedo, aunque no me terminan de convencer las migas.
Y es que hay quien dice, incluso, que soy un nacionalista alcarreño. Quizás no le falte razón...
Pero la pregunta que formuló aquel amigo de mi padre realmente no era tan fácil de responder. Mi carácter y mi corazón son alcarreños, pero mis sentidos están más al sur. Paso meses deseando volver a probar la rosada, el cazón, la aguja o el rape de cualquier restaurante del puerto de Motril. Deseando que me pongan quisquilla con la cerveza, en lugar de unos kikos. Levantarme y sentirme arrinconado por la montaña, y el mar, y sentir el olor a humedad cuando abro la ventana. Porque allí el olor es otro, los sentidos se agudizan para recibir toda la variedad de aromas. Y también, ver las barcas encalladas en la playa del Palo, los espetos de sardina por la noche, al crujir del fuego, y el eterno cántico de los camareros del Tintero, extremo este de la playa Málaga. Y sobre todo, el mar. Para haber nacido en tierra firme, siempre me siento con un marino en tierra. Pasaba las horas, de pequeño, viendo los barcos que se acercaban al puerto, los pescadores faenando por la noches, y el perfecto olor de la lonja, cuando entre un enorme bullicio, tintoreras y agujas se repartían entre las cajas del puerto de pescadores. Sentir las suaves olas del mediterráneo, sentarme en la orilla de Poniente de noche, a escribir, o dejar mi imaginación volar, soñando con que el siguiente petrolero traiga consigo a una sirena, que se encaramó a la quilla sabiendo que alguien en tierra moría por escuchar su canto. Mataría por volver a ver el mar, y sólo han pasado dos meses...